domingo, 5 de diciembre de 2010

Opinión: Envidiados y envidiosos

No se envidia al grande ni al lejano; la envidia es una pasión local que casi siempre apunta su flecha hacia el vecino. Tal vez por eso casi ninguna cultura escapa a la creencia de que la envidia es el 'pecado nacional', el vicio más característico de la comunidad donde uno vive, frente a las otras sociedades donde se supone que reinan la grandeza de espíritu y el talante amistoso. Pero la universalidad de este mito confirma otra evidencia: la de que es notable el número de sujetos que se sienten incomprendidos, acosados, perseguidos por la malquerencia de los otros: es decir, 'envidiados', según su elaboración mental.

Cualquier análisis de la envidia ha de partir, pues, de una relativización previa: es una pasión sobrevalorada. El tópico de la envidia ajena como explicación de las contrariedades propias sirve de refugio a muchos fracasados. Forma parte de esa especie de delirio paranoico que, como advierte Sánchez Ferlosio, «crea más envidiados que envidiosos». Cualquiera puede comprobarlo haciendo un experimento casero: pregúntese a los que nos rodean cuántos se consideran envidiados y cuántos se reconocen envidiosos, y se verá que los primeros vencen por abrumadora mayoría. Es probable, incluso, que no haya ningún envidioso y que a lo sumo unos pocos admitan sentir de vez en cuando la tan trillada 'envidia sana', una forma de resentimiento disfrazado de admiración. 
 
Pero la envidia existe, y causa dolor no sólo en el que sufre sus consecuencias sino también en el envidioso, el que experimenta esa «tristeza o pesar del bien ajeno» y vive en un sinvivir viendo cómo las cosas le van viento en popa al envidiado. Quizá el poder envilecedor y corrosivo de la envidia provenga de su naturaleza comparativa. Muchos desearían tener la popularidad de Fernando Alonso, el éxito de George Clooney o la fortuna de Bill Gates. Pero lo que sienten respecto a ellos no es propiamente envidia, sino admiración o deseo de ser como ellos. 
 
La verdadera envidia se manifiesta ante aquéllos que se encuentran a nuestro alcance y en nuestro nivel. La necesidad de juzgar y de evaluar no alcanza a aquéllos que se encuentran a distancia, y sí en cambio a los más próximos. Lo que en realidad exaspera a muchas mujeres no es la belleza de Scarlett Johansson, sino la compañera de trabajo que atrae las miradas de los hombres. No nos fastidia tanto la fortuna de un jeque árabe como el hecho de que un pariente se compre coche nuevo. Es como si, tras establecer una comparación con nuestros iguales -así lo vio Aristóteles- concluyéramos que no hemos sabido aprovechar las mismas oportunidades que ellos o que la injusticia nos ha privado de un bien que podría haber sido de nuestra propiedad. 
 
Es fácil reconocer la mecánica de la envidia si se cumplen las cuatro fases que señaló Alberoni ('Los envidiosos'). La primera consiste en negar el valor de la persona evaluada: «Pues parece poquita cosa» o «no sé qué mérito veis en eso, que lo haría hasta un niño» son expresiones de menosprecio que, tratando de quitar importancia a la persona, delatan la mirada celosa proyectada sobre ella. Acto seguido se pasa a la revisión del valor: «Lo que a ti te parece guapo, a otros no les gusta», «no es rico el que tiene mucho dinero, sino el que sabe disfrutarlo». Sigue lo que Alberoni llama «proyección del desvalor» («de acuerdo, es guapa, pero tiene mal gusto con la ropa» o «míralo, tan famoso y sin poder pasear tranquilamente por la calle»), hasta acabar en la acción rencorosa reflejada en palabras (la calumnia) o en actos (el daño). En todas ellas se refleja el pulso desesperado y paradójico librado con el otro, la comparación que nos acompleja y a la vez nos espolea a lanzarnos contra aquéllos a quienes envidiamos. 
 
Sin duda lo envidiado no es el bien, sino la persona. Eso explica que la intensidad de la envidia no dependa tanto de la riqueza, el prestigio, el talento o los éxitos de los otros, como del malestar previo y más profundo de aquél que se compara con ellos. Rara vez ese malestar encuentra alivio con algo que no sea el daño. La envidia sólo se aplaca con el mal ajeno, como bien observaron los romanos al adoptar para su diosa Invidia los atributos de la Némesis griega, la encarnación de la venganza. 
 
De la constancia de la envidia da prueba la infinidad de reflexiones acerca de ella que pueden encontrarse en todas las culturas desde la antigüedad. Pero hay quienes creen, como Pascal Bruckner, que «más que un vil efecto de la naturaleza humana», es «consecuencia de la revolución democrática». El resentimiento de clase, la obsesión de tener, los nuevos patrones de medida de la valía basados en los signos externos característicos de la cultura de la prosperidad conducen inexorablemente a la pregunta angular, la que da savia y sustento a la envidia: cuando nos decimos «¿qué tendrá el otro que no tenga yo?» es que ya nos hemos vuelto envidiosos. (J.M. ROMERA:: M. OLMOS)

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